Los comercios apagaban las luces, los cines y teatros cerraban sus puertas, sonaba música clásica y no había terrazas porque el drama del Gólgota desfilaba el Viernes Santo en medio de “un silencio espeso, sombrío y doliente”, como escribió Miguel Delibes en 1952 para la revista “Mundo Hispánico”.
Con tres adjetivos, el periodista y entonces incipiente escritor definió la idiosincrasia de la Semana Santa de Valladolid a través de unos rasgos que también identificó con la devoción y religiosidad popular de las ciudades de su entorno, porque “Castilla se muestra como lo que es: sobria, lacónica y llana”, apostilló el novelista.
La belleza de su Semana Santa, de sus procesiones “ha de buscarse, pues, en su sobriedad, su llaneza y su laconismo. Otra cosa sería una inconsecuencia, incompatible con nuestro temperamento”, anotó Delibes sobre una tierra donde la procesión va por dentro hasta configurar una manera de ser y de estar en todos los órdenes.
Varias personas, especialistas en sus respectivos ámbitos y conocedores de la Semana Santa, explican a Efe algunas de las razones de esa singularidad, entre ellas un arzobispo, un escultor o un alcalde.
“Siempre he creído que el paisaje imprime en sus gentes unas señas de identidad determinantes. La naturaleza y su climatología marcan una forma de vivir y de expresarse, de sentir, tanto en las expresiones artísticas como en sus creencias y rituales”, explica el escultor Óscar Alvariño, autor de sendos monumentos dedicados a la Semana Santa en Palencia y Valladolid.
Por tanto, añade este profesor en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense, “la austeridad en Castilla y León es el resultado externo de un entorno que comparte una determinada afinidad al formar parte de sociedades que habitan muy cerca de la naturaleza: el ecosistema define el paisaje que nos cobija y, a la vez, nuestro propio carácter”.
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